A la comunidad argentina en “la diáspora”.

A todos aquellos que partieron un día, huyendo de las crisis o en pos de un sueño. A quienes añoran algún rincón de nuestro suelo. A quienes dejaron atrás familiares y amigos. Les entrego este puñado de cuentos con la esperanza de que les sirvan como maná para el espíritu, de que se sientan identificados con algunos de los relatos y de que compartan conmigo sus comentarios y sus propias anécdotas para convertirlas en nuevas historias.

viernes, 28 de septiembre de 2007

Promesas de papel

"Lo que no hará un hincha por el club de sus amores!" A mi querido Racing Club.


Ya eran historia el redoblante que le partiera el rostro al ex presidente que había presentado la quiebra del club y las palabras pronunciadas con odiosa inteligencia por la síndico del proceso: “Racing Club, asociación civil, ha dejado de existir.”
La reacción no se hizo esperar y se expresó de diversas maneras: desde la trifulca con la policía y los rematadores de la sede de Villa del Parque hasta las treinta mil personas que se convocaron en el Cilindro Mágico la tarde en que el equipo no pudo salir a la cancha porque la justicia así lo había dictaminado.
El orgullo futbolero de más de tres millones de hinchas estaba herido. Muchos habrán visto gente llorando en aquellos días. Pero la consigna era: “El sentimiento no quiebra”. Y la presión para lograrlo incluyó manifestaciones, contactos políticos y, por qué no, hasta apelaciones para obtener el favor celestial, promesas alocadas, producto del hondo dolor.
Y fue así que, después de muchas idas y vueltas, una noche de aquel caluroso febrero otra resolución judicial nos hizo volver el alma al cuerpo: Racing estaba autorizado a participar en el torneo clausura.
El domingo siguiente la algarabía se transformó en caravana de varios kilómetros que desembarcó veinte mil personas en El Gigante de Arroyito.
El fervor no se apagó a pesar de la primera derrota. Mientras se siguiera jugando, se seguía con vida. Esto era motivo suficiente de alegría y, también, de cumplimiento de las promesas pendientes.
Dante se aprestó para salir temprano de Lomas. Debería aprovechar al máximo las horas frescas del día ya que hasta Avellaneda tenía un largo trecho, y encima había prometido visitar Pompeya de regreso, lo que implicaba desviarse hacia el Oeste varios kilómetros, un gran esfuerzo para alguien que no acostumbra caminar.
El calor, más las tensiones vividas, más los temores – que recién le habían bajado de la garganta, pasando por el pecho y alojándose en el estómago –, más la ansiedad por no saber si podría cumplir con su palabra, más la emoción de peregrinar a esa albiceleste meca futbolera, todo se conjuró para que Dante casi no pegara un ojo la noche anterior.
Salió para Hipólito Irigoyen alrededor de las siete, cuando todavía circulaban pocos autos por el barrio. La brisa matinal le llenó los pulmones y ganó en confianza. Por su mente pasaban imágenes de glorias de antaño, de penurias recientes y la esperanza se le dibujaba en dos colores en el horizonte: “¡Brillará blanca y celeste, la Academia, Racing Club!”
Iba Dante con una sensación de bienestar casi de ensueño. Sin embargo, tras haber recorrido pocas cuadras por Hipólito Irigoyen sintió un retorcijón, que desestimó culpando a alguno o todos los desvelos mencionados. Pero cuando el siguiente viboreo intestinal fue acompañado de una sudoración fría se preocupó sobremanera: en medio de la semi-desierta avenida principal, a esa hora de la mañana, con la mayor parte de los negocios cerrados, ¡se estaba cagando!
Desesperado, apresuró el paso en busca de un baño y sintió gran alivio al divisar una YPF, el cartel que indicaba “CABALLEROS” y mayor alivio aún, segundos después, al sentarse en aquel trono público.
Era cosa de Mandinga, pensó, que había metido la cola para aguarle, mejor dicho, aflojarle la fiesta. Despotricó contra los “cosos de al lado”, sin moverse del trono, hasta que se sintió listo para retomar la caminata. Entonces, instintivamente miró hacia una pared lateral, hacia la otra, hacia el frente, hacia el piso, hacia el techo, ¡hacia el cielo! ¡No había papel!
Por un instante lo dominó el pánico, pero pronto se recompuso y trató de agudizar el ingenio. Y al final halló la solución: “A falta de papel, buenas son las medias”, se dijo resignado, mientras se desataba el cordón izquierdo...Lavó cuidadosamente la media y se la calzó, mojada, otra vez en el pie.
Superado este percance – una nimiedad para cualquier estoico académico – encaró Dante la avenida con gran determinación. Y, a pesar de que el sol comenzaba a azotarlo, las cuadras fueron quedando atrás y, poco a poco, al acercarse a destino, se fue contagiando de la euforia de supervivencia que por entonces embargaba a los racinguistas. Al llegar a los Siete Puentes, divisó el mástil y el corazón le latió más fuerte – no por el esfuerzo – y le corrieron algunos lagrimones.
Cumplida la mitad de la promesa, y recuperado en parte, emprendió Dante la segunda etapa de su peregrinaje. La más ardua, porque a esa hora cercana al mediodía febrero se imponía despiadadamente. El asfalto le abrasaba los pies, ampollándoselos a mansalva; las sombras le eran esquivas; las cuadras parecían interminables; la sed lo agobiaba. Se dio cuenta Dante de que se estaba desmoronando, así que se encomendó a la Virgen, hacia cuya casa se encaminaba, y redobló sus esfuerzos, azuzándose con la marcha que cada domingo eriza la piel de miles de hinchas: “¡Ésta es la número uno, que te sigue a todas partes; siempre con sus estandartes y un grito en el corazón: ´Racing campeón, Racing campeón!” Y al final alcanzó Pompeya.
Agradeció profundamente por los beneficios deportivos recibidos y también por la fuerza que le estaba permitiendo corresponder la intercesión mariana. De paso, solicitó la yapa de un empujoncito para volver a casa. Al salir del templo, se tentó a meter “las patas en la fuente” – improvisando un 17 de octubre – pero pronto desechó la idea ya que semejante herejía podría costarle la perdición personal y la del club de sus amores.
No tardó en tomar conciencia de que, si antes el calor le abrasaba los pies, ahora el sol lo abrasaba todo en un abrazo mortal. Pensó en tomar un remisse – otra tentación. Otra vez el diablo metía la cola. “¡Mandinga y esos amargos “cosos de al lado!” “¡Las promesas se cumplen!”, se increpó en voz alta y arremetió con la energía restante hacia Banfield, donde vivían sus padres. Retomó el grito de guerra para infundirse coraje: “¡En el este y el oeste, en el norte y en el sur, brillará blanca y celeste, la Academia, Racing Club! ¡Y la Acadé, y la Acadé!”
Sintió como si le clavaran agujas en los pies. “¡Ésta es la numero uno, que te sigue a todas partes!” La lengua se le secaba. “¡Siempre con sus estandartes y un grito en el corazón: ´Racing campeón, Racing campeón!” Le pareció que le bajaba la presión. “¡En el este y el oeste, en el norte y en el sur!” Tuvo otro retorcijón. “¡Brillará blanca y celeste, la Academia, Racing Club!” Y otro – ¡pero, si estaba casi en ayunas! - ; y la sudoración fría - ¡pero, si se estaba deshidratando! ¡Un segundo desahogo intestinal era inminente!
Esta vez creyó que no lo lograría. Apretó las...pocas fuerzas que le quedaban y ensayó un trote admirable dadas las circunstancias. Ya no cantó para mejor concentrarse. Mantuvo el paso a pesar de que cada viboreo intestinal lo estremecía. Sudaba a mares – ora caliente, ora frío...
Cuando dobló en la esquina de su infancia se jugó a todo o nada. A esa hora, era una fija que se dormía la siesta. Si no lo oían, estaría perdido. Golpeó con tanta vehemencia a la puerta, que la madre se asomó por la ventana, aterrorizada. Mas se tranquilizó en parte al ver de quién se trataba. Aunque no entendía la premura, se apresuró a abrir. Como un torbellino Dante se dirigió al baño; no se detuvo ni para saludarla, la desesperación dibujada en el rostro. Ante el azoramiento de la madre, sólo alcanzó a preguntarle: “¿Tenés papel en el baño, Mamá?”