A la comunidad argentina en “la diáspora”.

A todos aquellos que partieron un día, huyendo de las crisis o en pos de un sueño. A quienes añoran algún rincón de nuestro suelo. A quienes dejaron atrás familiares y amigos. Les entrego este puñado de cuentos con la esperanza de que les sirvan como maná para el espíritu, de que se sientan identificados con algunos de los relatos y de que compartan conmigo sus comentarios y sus propias anécdotas para convertirlas en nuevas historias.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Juicio Sumarísimo

Éste es el último de los nueve relatos de “Mi familia y otros bárbaros” Un poco de Historia, crítica social y un salvajismo que cada vez sorprende menos…

Juicio sumarísimo

Muchos despotrican contra los Planes Trabajar por considerarlos herramientas electoralistas y sostienen que la gente necesita trabajo genuino. En esto hay bastante de cierto. Pero enseguida doblan la apuesta y aseguran que el argentino es vago y proclive a la dádiva antes que a sudar la frente. ¡Ya se les fue la mano, Muchachos!
De generalizar, debiéramos hacerlo en sentido contrario: la abrumadora mayoría de los argentinos sabemos de poner el lomo y el ingenio para salir adelante a pesar de todo y de todos.
Cuando en 1806 el general Beresford asumió con su banda el control temporario de Buenos Aires, nombró administrador de la Aduana a un tal José Martínez de Hoz, que se apresuró a reducir los derechos de importación para los productos británicos. Ciento setenta años después, el general Videla nombraría como ministro de economía a otro tal José Alfredo Martínez de Hoz, que inició el proceso de desindustrialización más furibundo de la historia del país, cuyos efectos devastadores llegan hasta nuestros días y una de cuyas consecuencias indirectas son los Planes Trabajar.
Se me dirá que simplifico demasiado. Bueno, no pretende ser éste un ensayo sobre economía ni mucho menos. Juzguen los entendidos cuán erradas son estas aseveraciones, mientras entramos en el cuento.
A cambio de los planes recibidos, a un grupo de vecinos del parque de Lomas de Zamora se les había asignado el desmalezamiento del Arroyo del Rey. Varios eran correntinos que habitaban un asentamiento ribereño; otros, porteños, eran oriundos de los barrios aledaños.
Además del histórico y en muchos casos justificado resentimiento del interior hacia los citadinos bonaerenses – incluidos todos los habitantes de la ciudad puerto, sin mayores distingos -, se conjugaban otros factores para que los litoraleños de esta narración acrecentaran su pica, en especial, contra Prudencio, uno de los compañeros proveniente de un barrio vecino.
El muchacho cobraba una categoría más alta que los macheteros correntinos; sólo se encargaba de afilar las herramientas y rastrillar los yuyos. Y, para colmo, se rehusó a contribuir con la vaquita diaria para comprar vino ni a compartir las rondas de mate o alcohol antes, durante ni después de la faena.
Poco a poco, se fue granjeando Prudencio la antipatía del grupo y el encono muy particular de Egidio Varela, que, en vengativas euforias etílicas, salpicaba sus ácidas críticas al “porteño bueno para nada” con sombrías amenazas de degüello, acicateado por los sapucai de sus coterráneos.
Prudencio no ignoraba los comentarios hostiles; directamente ignoraba a quienes los proferían. Pero cuando un día lo increparon respondió que denunciaría ante el capataz las borracheras ajenas si lo seguían molestando. Esto desencajó a los correntinos. “¡Aparte de vago y miserable, había sido alcahuete el porteño!”, sentenció Varela una tarde y su encono tomó forma de conspiración.
A la mañana siguiente, se juntaron temprano en el boliche de siempre para tomar unas grapas y llevar a cabo un juicio sumarísimo. Consistió en la exposición por parte de Varela ante sus comprovincianos de los motivos por los que el afilador de machetes y barrendero debía ser degollado.
Simón el bolichero presenció atónito la acusación y horrorizado el fallo condenatorio del jurado en copas.
Pero si bien Varela logró el apoyo unánime de sus compañeros, no quiso ejecutar la sentencia sin escuchar el parecer de Ortiz, un compadre grande como un ropero, y cuyo porte le daba autoridad dentro del grupo.
Cuando abrió la puerta del boliche, Varela se puso de pie con un salto de gamo y le planteó el caso: “Che, Ortiz, vos que sos entendido en leye´, ¿qué pensás: le degollamo´ al miserable o no?” El compadre asumió la postura solemne acorde a la dignidad conferida. “Bueno, de acuerdo con el artículo 14..., yo pi-enso que hay que degollarle.” “¡Total no sirve para na´a!” Y continuó pausadamente: “Después le tiramos en el arroyo y le tapamo´ hasta que le lleve la correnta´a.” “¡Nadie le va a encontrar!”
Festejó Varela con un filoso sapucai que desgarró el silencio de la mañana e invitó una vuelta de grapa.
Cuando salieron para el trabajo, el bolichero quedó pensando si sería cierto lo que había oído. Dudó en correrse hasta la seccional Parque Barón para denunciar el hecho, pero desistió por miedo a quedar en ridículo. Probablemente se trataba de bravuconadas de borrachos, nomás.
Como de costumbre, al llegar al arroyo los correntinos no hallaron a nadie. Prudencio nunca arribaba antes que sus compañeros. Pero ese día no tuvieron que aguardar demasiado. Al rato apareció el porteño, trayendo los machetes relucientes y sedientos.
Egidio Varela estaba resoluto y entonado. Tomó su herramienta de un tirón, sin saludar. Mas como no provocó en Prudencio la reacción esperada lo increpó airadamente, los ojos encendidos: “¡Cada vez venís más tarde, Porteño vago!”
Por toda respuesta obtuvo Varela la indiferencia del otro, que encogió los hombros y se volvió, dándole la espalda a su verdugo. Enfurecido, el machetero blandió el arma y lo habría decapitado si el capataz no le hubiera atajado el brazo a tiempo.
Al correntino lo frenaron entre dos para que no volviera a acometer a su víctima; a Prudencio, entre tres para que no se desplomara cuando se le aflojaron las piernas.
Una vez recuperado, todavía blanco como un papel, a Prudencio le permitieron tomarse el día franco. Sin embargo, de camino a casa decidió pasar por el boliche de su amigo Simón para contarle lo sucedido.