Poco tiempo había transcurrido desde aquel trágico once de septiembre. Y la sociedad estadounidense estaba presa del pánico a causa de los reiterados ataques mediante correspondencia infectada con la bacteria del ántrax en laboratorios clandestinos. Los noticiarios recogían el miedo y lo transmitían al resto del mundo.
Y fue así que también en nuestro país se tomaron mayores medidas de seguridad. Con el antecedente de los dos atentados durante la segunda década infame, y aunque nuestras relaciones carnales con el Imperio ya no eran tan apasionadas ni nuestro alineamiento tan irrestricto, no estaba demás tomar ciertos recaudos.
La televisión argentina reflejó profusamente el drama que se vivía en el país del norte, no sólo a través de los noticieros, sino incluso en programas de entretenimiento. Y es de imaginar el efecto de semejante bombardeo de noticias: incertidumbre, preocupación, angustia en la población, en especial, en tantos adultos mayores que pasan gran parte del día frente a la caja boba.
Fue en esos días que, a la hora del almuerzo, sonó el portero en la casa de mi abuela. La Nonna nunca se llevó bien con la tecnología y, en lo que a este mecanismo eléctrico respecta, siempre se las arregla para no entender a quienes llaman ni para hacerse entender cuando responde.
Ese día lo único que oyó fue: “...del laboratorio.” E inmediatamente el terror la paralizó como a aquellos ciudadanos del norte. Era tal la sugestión que tenía por tanta carta con ántrax que veía en los noticieros y demás programas que al oír al empleado postal creyó en un inminente atentado. Decidida a rechazar a ese emisario fundamentalista, lanzó una descarga de vituperios ininteligibles a través del portero, repitiendo con tozudez: “¡Váyase, váyase! ¡Non queremo´ nada de ningún labboratorio!”
Pero entonces advirtió que el perro ladraba en el patio interno de la planta baja y conjeturó que el terrorista habría tocado también el timbre de mi casa. Y, sin dudar, se precipitó al balcón, mientras se agarraba la cabeza, para intentar advertirnos que no abriéramos la puerta ya que seguramente se trataba de un ataque con “Ántrase”.
Mi padre ya había salido por el pasillo para atender al cartero; el perro los aturdía con su voz de trueno. Pero la Nonna se desgañitaba para imponerse, y por instantes lo lograba: “¡Non sálgano, que es el Ántrase!” A esa altura, mi madre gritaba desde la cocina para acallar a la madre y al perro. Los italianos, en especial del sur, sólo parecen poder comunicarse utilizando un monotono: el alto.
A todo esto, el Nonno, sentado a la mesa, terminaba de comer la fruta. Más bien parco, el polo opuesto de su esposa, siguió con atención los acontecimientos y cuando vio un resquicio en la gritería se acercó al balcón con la misma parsimonia con que había pelado la manzana y le comentó a la Nonna: “¿Oh Tara, no serán los del laboratorio que me traen l´insulina?”
Y de pronto a la Nonna se le corrió el velo y cayó en la cuenta...demasiada televisión; se había dejado llevar; después de todo Estados Unidos estaba muy lejos; era poco probable que Bin Laden nos tuviera en el listado de sus enemigos. Estábamos a salvo de todo, ¡excepto del papelón!
En un vano intento por corregir el rumbo de la situación, la Nonna se apresuró a los tropezones hasta el portero: “¡Señore cartero, espere, espere que ya bajo!” Pero era demasiado tarde: el perro todavía gruñía con los pelos de punta, mi madre resignada y sonrojada había empezado a lavar los platos y mi padre entraba de vuelta con los frasquitos de insulina humana que el laboratorio B. entregaba por una promoción. Ya el cartero se había alejado en su bicicleta para seguir con el reparto, se me hace que, con una sonrisa en los labios, porque entre miles de anécdotas quizás nunca haya imaginado que lo confundirían con un miembro de Al.Qaeda.
A la comunidad argentina en “la diáspora”.
A todos aquellos que partieron un día, huyendo de las crisis o en pos de un sueño. A quienes añoran algún rincón de nuestro suelo. A quienes dejaron atrás familiares y amigos. Les entrego este puñado de cuentos con la esperanza de que les sirvan como maná para el espíritu, de que se sientan identificados con algunos de los relatos y de que compartan conmigo sus comentarios y sus propias anécdotas para convertirlas en nuevas historias.
viernes, 23 de marzo de 2007
miércoles, 21 de marzo de 2007
Tijeras y barajas
Don Francisco Varano tomó la primera tijera cuando contaba sólo doce años, como aprendiz en una barbería de su pueblo natal. Allí comenzaba el oficio que lo acompañaría durante más de seis décadas en dos continentes. Allí comenzaba a sumar horas de pie, que con los años le traerían varicosas ramificaciones, como raíces que buscaban el suelo.
Dedicaba gran parte del día a aprender y a ganar magras liras que para él eran toda una fortuna. Por las noches, las gastaba en vino, tabaco y juegos de barajas con los amigos en una taberna. Pues, así como había salido a buscar el sustento desde niño, también había descubierto precozmente algunos placeres terrenales típicos entre los varones pueblerinos...
Años más tarde, cuando le tocó el servicio militar en la posguerra temprana de su país devastado, don Francisco ya era un eximio fígaro. Y no tardó en ser reconocido en el casino de oficiales de aquel regimiento de Florencia, donde se le asignó una sala para que atendiera a la superioridad.
Por su carácter afable y jovial, estrechó lazos de camaradería con conscriptos y superiores por igual. Con los primeros, no dejaban pasar la oportunidad de gastarse pesadas bromas cuarteleras, además de organizar furtivos torneos de brisca por tabaco y aguardiente. De los últimos, obtuvo licencias, entradas de cine y teatro, cigarrillos. Y sobre todo un ofrecimiento para seguir trabajando con una alta remuneración no bien le otorgaran la baja. Pero, agradecido, don Francisco lo declinó, porque su corazón tenía prenda, que le aguardaba en el extremo sur de la bota para desposarse...
Pocos meses después de nacer su primera hija, el matrimonio emigró. No porque la situación económica los asfixiara – la dote de la ahora esposa, hija de un terrateniente, les garantizaba un buen pasar. Sino porque el padre de don Francisco, Domingo Varano, reclamaba desde las pampas argentinas la presencia de su mujer. Había salido de su tierra escapando del fascismo y se había asentado en Chiclana, un rancherío cercano a Pehuajó. El fígaro recibió no sólo la presión de su madre para que la acompañaran, sino que fue tentado por el padre, que le prometió lo esperaba una peluquería instalada y funcionando.
Fue grande la desazón de don Francisco al comprobar el engaño. Muchos de los que vinieron a nuestras latitudes pensaban que “fare l´America” equivalía a llenarse de dinero con facilidad; y se chasquearon al encontrar vastas extensiones de campo y casi todo por hacer.
La peluquería constaba de una silla y un trozo de vidrio colgado de la pared en una pulpería donde rústicos gauchos pasaban ociosos bebiendo y jugando a las barajas después de la faena diaria. En esencia no eran distintos de los curtidos pescadores de su pueblo. Mas no conocía las costumbres, ni entendía el idioma, ni siquiera los juegos... Por un momento temió que sus tijeras quedarían arrumbadas en el baúl y terminarían por oxidarse en aquel paraje inhóspito.
Pero a pesar de las limitaciones, de a poco don Francisco rompió el aislamiento, chapurreando algunas palabras en criollo y sobre todo imponiendo su personalidad entradora. El puchero nunca faltó en la mesa...
Pasaron varios meses de esa dura vida en la campaña, llena de sinsabores y con contadas alegrías – el nacimiento de su hijo varón –, hasta que le avisaron de un conventillo en Lanús, con itálico inquilinato. Sin hesitar, la familia desanduvo las pampas para instalarse al sur y cerca de la metrópolis.
Cosa paradojal por el hacinamiento, con la mudanza la dicha les sonrió tenuemente a los Varano, en medio de decenas de inmigrantes gritones y gesticuladores que compartían sus mismas penurias y alimentaban la misma nostalgia.
Pronto conquistó don Francisco una numerosa clientela, que atendía diligente ya sea a domicilio, recorriendo las calles en bicicleta, o bien en el patio del conventillo, que también era lugar de encuentro familiar en grandes comilonas, bailes de carnaval y partidas de barajas. ¡Allí sí don Francisco se movía como pez en el agua! Trabajaba, mantenía a los suyos y se divertía entre paisanos.
Para mejor, en poco tiempo se divulgó la fama de sus tijeras y lo contrataron como oficial de la Santa Rosa, uno de los más importantes salones para hombres de la zona. Entonces todo se simplificó, ya que sólo las propinas equiparaban sus ingresos anteriores. Pudo ahorrar. Y comprar unos terrenos y anotarse en un plan de viviendas en Lomas de Zamora.
Y cuando creyó llegado el momento, abrió la primera peluquería propia en cercanías del parque municipal lomense. Y como pionero, a tijeretazos se abrió camino en una exitosa empresa. A fines de los cincuenta les adjudicaron la casa.
La carrera ascendente de don Francisco lo llevó a tomar oficiales y pasar gran parte del día en el negocio. Con el tiempo se convertiría en una institución del barrio, con su especialidad: el corte a la media americana, que realizara a más de tres generaciones.
Su tiempo libre lo repartía entre la huerta y el club La Paz, donde se juntaban varios vecinos a jugar a las barajas. Para ese entonces, don Francisco dominaba todo juego con tanta maestría como sus tijeras...
Los años transcurrieron, la media americana pasó de moda, la clientela del fígaro fue limitándose a aquellos “chapados a la antigua”. Siempre rehusó tomar cursos de estilismo moderno, por considerarlos mariconerías. Se conformó con un público cada vez más selecto y reducido, que por lo general peinaba canas, o no tenía qué peinar.
Y se aferró a sus pasatiempos: las hortalizas que cultivaba con esmero, y las barajas – en el club se jugaba por monedas que, cuando la fortuna le hacía un guiño, canjeaba por alguna botella de vino o alfajores para nosotros los nietos.
Más aún, en tardes de mateadas y tangos intentó transmitirnos sus conocimientos. Y hasta cierto punto lo logró, pero sobre todo pudo compartir momentos que las ocupaciones y distracciones de antaño les habían negado a los hijos...
Ya anciano, don Francisco pasaba horas en la vereda, en una silla junto a la entrada del negocio, aguardando a los escasos clientes que se mantenían leales. No se trataba tan sólo de una cuestión de estilos; los temores que lo acecharan allá en Chiclana le pesaban con el peso demoledor de la vejez. No se oxidaban sus tijeras, pero le faltaban la vista y el pulso. La estrella había dejado de brillar y una enfermedad de años se cobraba excesos de juventud.
Hasta que un día tomó la drástica decisión de cerrar.
Viajó a su pueblo de pescadores y tuvo un feliz reencuentro con familiares y algunos amigos. Muchos ya no estaban.
De regreso, se incrementaron la dieta odiosa, las caminatas por el parque, que don Francisco aprovechaba en época de moras para transgredir la prohibición prescrita por uno de los tantos médicos que visitaba. También se incrementaron las partidas de barajas, no tanto en el club al notar con tristeza que comenzaba a dar ventajas, sino en casa con nosotros sus descendientes, a quienes despedazaba por más lagunas mentales que lo atormentaran.
Se fue apagando lentamente el sonido de las tijeras que durante lustros recortaran el aire en varios rincones de dos continentes. Se fue apagando lentamente don Francisco hasta que un invierno no muy lejano se nos adelantó en la partida...
Ojalá que haya ganado el cielo. Y quiera Dios que allá también se corten el pelo, como para que a las herramientas del fígaro no les gane la herrumbre. Ojalá, además, encuentre algún barcito o un club donde se juegue por monedas. Y que como maestro de la baraja pueda guardar algunos Jorgito para cuando nos encontremos.
Dedicaba gran parte del día a aprender y a ganar magras liras que para él eran toda una fortuna. Por las noches, las gastaba en vino, tabaco y juegos de barajas con los amigos en una taberna. Pues, así como había salido a buscar el sustento desde niño, también había descubierto precozmente algunos placeres terrenales típicos entre los varones pueblerinos...
Años más tarde, cuando le tocó el servicio militar en la posguerra temprana de su país devastado, don Francisco ya era un eximio fígaro. Y no tardó en ser reconocido en el casino de oficiales de aquel regimiento de Florencia, donde se le asignó una sala para que atendiera a la superioridad.
Por su carácter afable y jovial, estrechó lazos de camaradería con conscriptos y superiores por igual. Con los primeros, no dejaban pasar la oportunidad de gastarse pesadas bromas cuarteleras, además de organizar furtivos torneos de brisca por tabaco y aguardiente. De los últimos, obtuvo licencias, entradas de cine y teatro, cigarrillos. Y sobre todo un ofrecimiento para seguir trabajando con una alta remuneración no bien le otorgaran la baja. Pero, agradecido, don Francisco lo declinó, porque su corazón tenía prenda, que le aguardaba en el extremo sur de la bota para desposarse...
Pocos meses después de nacer su primera hija, el matrimonio emigró. No porque la situación económica los asfixiara – la dote de la ahora esposa, hija de un terrateniente, les garantizaba un buen pasar. Sino porque el padre de don Francisco, Domingo Varano, reclamaba desde las pampas argentinas la presencia de su mujer. Había salido de su tierra escapando del fascismo y se había asentado en Chiclana, un rancherío cercano a Pehuajó. El fígaro recibió no sólo la presión de su madre para que la acompañaran, sino que fue tentado por el padre, que le prometió lo esperaba una peluquería instalada y funcionando.
Fue grande la desazón de don Francisco al comprobar el engaño. Muchos de los que vinieron a nuestras latitudes pensaban que “fare l´America” equivalía a llenarse de dinero con facilidad; y se chasquearon al encontrar vastas extensiones de campo y casi todo por hacer.
La peluquería constaba de una silla y un trozo de vidrio colgado de la pared en una pulpería donde rústicos gauchos pasaban ociosos bebiendo y jugando a las barajas después de la faena diaria. En esencia no eran distintos de los curtidos pescadores de su pueblo. Mas no conocía las costumbres, ni entendía el idioma, ni siquiera los juegos... Por un momento temió que sus tijeras quedarían arrumbadas en el baúl y terminarían por oxidarse en aquel paraje inhóspito.
Pero a pesar de las limitaciones, de a poco don Francisco rompió el aislamiento, chapurreando algunas palabras en criollo y sobre todo imponiendo su personalidad entradora. El puchero nunca faltó en la mesa...
Pasaron varios meses de esa dura vida en la campaña, llena de sinsabores y con contadas alegrías – el nacimiento de su hijo varón –, hasta que le avisaron de un conventillo en Lanús, con itálico inquilinato. Sin hesitar, la familia desanduvo las pampas para instalarse al sur y cerca de la metrópolis.
Cosa paradojal por el hacinamiento, con la mudanza la dicha les sonrió tenuemente a los Varano, en medio de decenas de inmigrantes gritones y gesticuladores que compartían sus mismas penurias y alimentaban la misma nostalgia.
Pronto conquistó don Francisco una numerosa clientela, que atendía diligente ya sea a domicilio, recorriendo las calles en bicicleta, o bien en el patio del conventillo, que también era lugar de encuentro familiar en grandes comilonas, bailes de carnaval y partidas de barajas. ¡Allí sí don Francisco se movía como pez en el agua! Trabajaba, mantenía a los suyos y se divertía entre paisanos.
Para mejor, en poco tiempo se divulgó la fama de sus tijeras y lo contrataron como oficial de la Santa Rosa, uno de los más importantes salones para hombres de la zona. Entonces todo se simplificó, ya que sólo las propinas equiparaban sus ingresos anteriores. Pudo ahorrar. Y comprar unos terrenos y anotarse en un plan de viviendas en Lomas de Zamora.
Y cuando creyó llegado el momento, abrió la primera peluquería propia en cercanías del parque municipal lomense. Y como pionero, a tijeretazos se abrió camino en una exitosa empresa. A fines de los cincuenta les adjudicaron la casa.
La carrera ascendente de don Francisco lo llevó a tomar oficiales y pasar gran parte del día en el negocio. Con el tiempo se convertiría en una institución del barrio, con su especialidad: el corte a la media americana, que realizara a más de tres generaciones.
Su tiempo libre lo repartía entre la huerta y el club La Paz, donde se juntaban varios vecinos a jugar a las barajas. Para ese entonces, don Francisco dominaba todo juego con tanta maestría como sus tijeras...
Los años transcurrieron, la media americana pasó de moda, la clientela del fígaro fue limitándose a aquellos “chapados a la antigua”. Siempre rehusó tomar cursos de estilismo moderno, por considerarlos mariconerías. Se conformó con un público cada vez más selecto y reducido, que por lo general peinaba canas, o no tenía qué peinar.
Y se aferró a sus pasatiempos: las hortalizas que cultivaba con esmero, y las barajas – en el club se jugaba por monedas que, cuando la fortuna le hacía un guiño, canjeaba por alguna botella de vino o alfajores para nosotros los nietos.
Más aún, en tardes de mateadas y tangos intentó transmitirnos sus conocimientos. Y hasta cierto punto lo logró, pero sobre todo pudo compartir momentos que las ocupaciones y distracciones de antaño les habían negado a los hijos...
Ya anciano, don Francisco pasaba horas en la vereda, en una silla junto a la entrada del negocio, aguardando a los escasos clientes que se mantenían leales. No se trataba tan sólo de una cuestión de estilos; los temores que lo acecharan allá en Chiclana le pesaban con el peso demoledor de la vejez. No se oxidaban sus tijeras, pero le faltaban la vista y el pulso. La estrella había dejado de brillar y una enfermedad de años se cobraba excesos de juventud.
Hasta que un día tomó la drástica decisión de cerrar.
Viajó a su pueblo de pescadores y tuvo un feliz reencuentro con familiares y algunos amigos. Muchos ya no estaban.
De regreso, se incrementaron la dieta odiosa, las caminatas por el parque, que don Francisco aprovechaba en época de moras para transgredir la prohibición prescrita por uno de los tantos médicos que visitaba. También se incrementaron las partidas de barajas, no tanto en el club al notar con tristeza que comenzaba a dar ventajas, sino en casa con nosotros sus descendientes, a quienes despedazaba por más lagunas mentales que lo atormentaran.
Se fue apagando lentamente el sonido de las tijeras que durante lustros recortaran el aire en varios rincones de dos continentes. Se fue apagando lentamente don Francisco hasta que un invierno no muy lejano se nos adelantó en la partida...
Ojalá que haya ganado el cielo. Y quiera Dios que allá también se corten el pelo, como para que a las herramientas del fígaro no les gane la herrumbre. Ojalá, además, encuentre algún barcito o un club donde se juegue por monedas. Y que como maestro de la baraja pueda guardar algunos Jorgito para cuando nos encontremos.
viernes, 9 de marzo de 2007
Doña Pancha es discapacitada pero...
Vo´ sabés que yo tuve varios entrevero´ con animales ´nel monte, ch´amigo! ´Na güelta me picó la mbo´í – la serpi-ente- y por eso perdí el sentido del gusto! Lo güeno es que ahora puedo comer de too! Y desde que me atacó un zorrino, perdí el sentido del olfato, ch´amigo! Lo güeno es que ahora puedo olfatiar de too! Otra güelta tuve un entrevero con un jaguareté, añá memby! Ahí perdí el ojo y el oído derechos! Pero no se la llevó di arriba, el mali´no! Le agujereé el lomo con che winche, no, sí, no!Pero el entrevero más ñaró en mi vida no jue con un animal. Jue con esta artrosi ´generativa que me dejó choca, canejo! Lo güeno es que cu-anto más me deja el cu-erpo más me se llena el espíritu, ch´amigo!! Las discapacidade´ son podas que nu-estro SeñorÑande Yara permite para que nos crezca el espíritu! Cómo le pasó a su hijo Jesú, que le clavaron en la cruz y le humillaron pero a l´último Él le jodió a la muerte resucitando, ch´amigo!
jueves, 8 de marzo de 2007
Una capa de la blogósfera propuso que escribamos sobre cosas raras de nosotros mismos.
Acá van seis!
1-Tengo una radio pequeña - acá las llaman "spica", deformación de un vocablo inglés - que me acompaña en AM casi todo el día. Se enciende no bien termino de rezar a la mañana y se apaga cuando me duermo, o sea que la escucho hasta en la cama. Mayormente escucho tango y folclore. Lo más raro de este aparatito es que se usaba masivamente hace medio siglo o un poco menos, pero ahora fue relegado por un sinfin de adelantos tecnológicos.
2-Me gusta usar jabón blanco para bañarme y ponerme alcohol en la cara después de afeitarme.
3- A los 37 años, nunca fui a una discoteca. Se podría pensar que se debe a mi estado físico y a la silla de ruedas, o a que soy aburrido o poco sociable. La verdad, no me interesa.
4- Me gustan mucho las fotos y las películas en blanco y negro.
5-Siempre que el tiempo lo permite, salgo a la vereda a saludar y charlar con mis vecinos y amigos. Para esta zona es una práctica bastante habitual y quizás no sea una rareza. Pero pregúntenles a los nórdicos a ver qué piensan!
6-Jamás fui a una casa de comidas rápidas. Me gustan las papas fritas y las hamburguesas caseras. Quizás suene raro para los tiempos que corren.
Acá van seis!
1-Tengo una radio pequeña - acá las llaman "spica", deformación de un vocablo inglés - que me acompaña en AM casi todo el día. Se enciende no bien termino de rezar a la mañana y se apaga cuando me duermo, o sea que la escucho hasta en la cama. Mayormente escucho tango y folclore. Lo más raro de este aparatito es que se usaba masivamente hace medio siglo o un poco menos, pero ahora fue relegado por un sinfin de adelantos tecnológicos.
2-Me gusta usar jabón blanco para bañarme y ponerme alcohol en la cara después de afeitarme.
3- A los 37 años, nunca fui a una discoteca. Se podría pensar que se debe a mi estado físico y a la silla de ruedas, o a que soy aburrido o poco sociable. La verdad, no me interesa.
4- Me gustan mucho las fotos y las películas en blanco y negro.
5-Siempre que el tiempo lo permite, salgo a la vereda a saludar y charlar con mis vecinos y amigos. Para esta zona es una práctica bastante habitual y quizás no sea una rareza. Pero pregúntenles a los nórdicos a ver qué piensan!
6-Jamás fui a una casa de comidas rápidas. Me gustan las papas fritas y las hamburguesas caseras. Quizás suene raro para los tiempos que corren.
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