Llegamos a la Ría Ajó en General Lavalle pasado el mediodía. En vacaciones se trastocan los horarios, y a pesar de que habíamos llevado las cañas la pesca era la excusa para sentarnos unas horas junto al agua, tomar mate con amigos, divertirnos un poco y pegar la vuelta al anochecer. También aprovechamos para aprender a armar la flamante carpa estructural que mis padres, en una etapa de pasión campamentista, habían comprado aquel verano.
Salió a recibirnos don Fausto Farías, dueño de un boliche ribereño, y enseguida nos hizo estacionar debajo de sus talas, al lado de un sinfín de carpas de tipo iglú, lo que implicaba que estaba repleto de coreanos y que habría buen pique, ambos hechos indisociables el uno del otro.
En cuanto a los hermanos orientales, diré una verdad de perogrullo: forman una comunidad muy cerrada con contactos externos puntuales en casos de necesidad extrema. En lo que a nosotros respecta, nobleza obliga, debo confesar que, por lo general, su aislamiento no nos desagrada ni nos esforzamos por romperlo. Pero estas afirmaciones vienen a cuento precisamente porque lo sucedido aquella tarde dio por tierra con ellas, o casi.
Antes de avanzar desearía expresar mi profunda admiración y respeto por los autodidactas natos, capaces de lidiar con cualquier intríngulis y a puro ingenio solucionar todo contratiempo.
Lamentablemente, nadie en mi familia ni ninguno de nuestros amigos – por lo menos los presentes esa tarde – formamos parte de esta elite. Por el contrario, las mínimas complicaciones nos entorpecen; los más insignificantes acertijos nos confunden; los más simples misterios de la vida nos atosigan hasta la desesperación. Ninguno de nosotros debiera osar cambiar una lamparita ni programar una videograbadora, por ejemplo, ni siquiera utilizando el instructivo. ¡Mucho menos, entonces, debiéramos atrevernos a armar una carpa estructural!
Entre varios sacaron la lona, estacas, piolines y caños y cañitos de toda laya. Como suele ocurrir, no faltó quien declamara sus dotes de ingeniero. Pronto puso manos a la obra, dando un fugaz vistazo al plano maestro, asignando tareas subalternas, frunciendo el entrecejo de a ratos, imaginando cómo aquella pila de fierros iría moldeándose gracias a sus directivas.
Sin embargo, al ver que los minutos transcurrían sin que el cañerío infernal tomase forma alguna, el orden jerárquico se fue desmoronando y los subalternos quisieron tomar la posta. Total que pasados algunos instantes todos sostenían una parte irreconocible de la estructura, yendo de acá para allá, intercambiando órdenes y piezas sin ton ni son. Eso sí, a voz en cuello y a mandíbula batiente.
Y debe haber sido una escena digna de los hermanos Podestá porque, cuando nos dimos cuenta, las risotadas se habían contagiado a los iglúes vecinos e iban acompañadas de comentarios ininteligibles.
Fue entonces que se produjo un hecho de confraternización admirable. Uno de los coreanos, en cuclillas y con una taza metálica en la mano, observaba sonriente a nuestra compañía circense improvisada. De pronto, se incorporó dificultosamente y con andar agarrotado se adelantó hasta el centro de la escena.
Ante la sorpresa de propios y extraños, comenzó a estudiar el plano maestro con profundización oriental. Tenía los ojos achinados más de lo natural – y valga el capricho idiomático. El paso poco firme y la vista enrojecida dejaban entrever algunos tragos de más.
Nosotros, entre el desorden y el asombro, dejamos de lado los prejuicios iniciales y lo aceptamos como supervisor de la obra. Después de todo, fue él quien rompió la barrera étnica y quizás hasta resolviera el problema.
Digamos que la barrera étnica la había roto, pero que la lingüística era infranqueable. Sus monosílabos eran coreano básico – por no recurrir otra vez a sus vecinos asiáticos.
Comenzó a moverse a pasos cortos entre los armadores con instrucciones breves, precisas y confusas: “¡Cambio!” “¡Cambio!”, le gritaba a uno. “¡Pone lalgo; saca colto!”, le indicaba a otra. Esto provocó pícaras respuestas, en cuyos detalles prefiero no abundar.
Pasaron varios minutos hasta que nos dimos cuenta de que la tan afamada sabiduría oriental no anidaba en el cerebro de nuestro supervisor, a menos que se encontrara aturdida en una nebulosa etílica.
Poco a poco, algunos abandonaron la empresa, armaron las cañas y permanecieron como divertidos espectadores mientras intentaban mejor suerte con la pesca.
Pero si la sabiduría no había favorecido a este coreano, justo será aclarar que sí estaba dotado de la ancestral perseverancia. Pues seguía arengando a los cada vez menos armadores y hasta tironeando de los caños para demostrar cómo debía ensamblarse la estructura. “¡Mete glande; saca chiquito!” “¡Cambio!” “¡Cambio!” Y de nuevo el doble sentido disparaba las carcajadas del grupo, que a esta altura estaba más entretenido con el caótico inspector de obra que preocupado por no poder armar la carpa.
Para tranquilizarlo, una de mis amigas hizo el gesto de dormir y trató de explicarle que nos iríamos al caer el sol. “No, no dormimos acá.” Pero fue inútil. Se alarmó al entender, creo, que no teníamos dónde pasar la noche, y decidió estrechar los vínculos aún más. “¡No pleocupar!”, anunció, sosteniendo un par de caños, y volvió a tomar el plano. Cerró los ojos, para visualizar algo o concentrarse, se me ocurre. Pensamos que se quedaría dormido de pie. Siguieron breves instantes de silencio y risas contenidas. Y cuando los abrió: “¡Cambio!” “¡Cambio!” “¡Saca tuyo chiquito; pone mío glande!”
Explotamos en desternillante catarsis que dejó a varios doblados en el piso. Esto marcó el final de la confraternización, ya que el oriental, visiblemente ofendido, soltó los caños y se retiró a su iglú.
Y así pasó el resto de la tarde: borriquetas, mate con facturas y más carcajadas con cada racconto del ensamble fallido.
Mientras los vecinos, con rostros adustos, comentarían - suponíamos – en indescifrable guirigay las desventuras de su frustrado paisano.
Cuando llegó el crepúsculo – momento paradisíaco en General Lavalle – juntamos los bártulos para emprender el regreso hacia Mar de Ajó. Y al arrancar la camioneta y pasar junto al campamento vecino saludamos al coreano que había intentado ayudarnos. Él estaba otra vez en cuclillas, con la taza metálica en la mano, mirando la puesta de sol. Al oír la bulla, se volvió hacia nosotros y contestó el saludo, cerrando el puño y extendiendo el dedo cordial en inequívoco gesto universal vindicatorio.
A la comunidad argentina en “la diáspora”.
A todos aquellos que partieron un día, huyendo de las crisis o en pos de un sueño. A quienes añoran algún rincón de nuestro suelo. A quienes dejaron atrás familiares y amigos. Les entrego este puñado de cuentos con la esperanza de que les sirvan como maná para el espíritu, de que se sientan identificados con algunos de los relatos y de que compartan conmigo sus comentarios y sus propias anécdotas para convertirlas en nuevas historias.
lunes, 6 de agosto de 2007
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
1 comentario:
Comunicación era el tema del texto en inglés, aunque este también se lo merece.
Me imagino lo que se divirtieron, pobre coreanito! Fue realmente un choque de culturas :)
Saluditos!
Publicar un comentario