A la comunidad argentina en “la diáspora”.

A todos aquellos que partieron un día, huyendo de las crisis o en pos de un sueño. A quienes añoran algún rincón de nuestro suelo. A quienes dejaron atrás familiares y amigos. Les entrego este puñado de cuentos con la esperanza de que les sirvan como maná para el espíritu, de que se sientan identificados con algunos de los relatos y de que compartan conmigo sus comentarios y sus propias anécdotas para convertirlas en nuevas historias.

martes, 23 de enero de 2007

Apuntes del potrero

“¿A dónde vas? ¡No salga´ a jugare ahora! ¡Todavía estás co´ la comida a la bocca! ¡Tenés que hacere la digestione!” Mi bisabuela, sentada en el porche, intentaba en vano retrasar el inicio de mi recorrida...

¡Daaaani!” Había timbre, pero con un grito bastaba. Y si salía la madre: “¿Está Dani?” “¿Juega?” Poco a poco, nos juntábamos en el cordón y, cuando éramos unos cuantos, “Pan...queso”: la consabida “pisada” para elegir los equipos. La cancha podía ocupar la calle a lo largo, con cascotes por arcos, o si no de vereda a vereda – en este caso una entrada de autos y dos árboles medio torcidos servían de porterías.

A esa hora todo era silencio...hasta que empezaba el picado. Después...los vecinos, que ahora peinan canas, pueden dar testimonio. Ellos nos sufrieron en aquellas siestas de griterío: insultos, carcajadas, pullas y goles. Las paredes nos sufrieron, pues la pelota de goma, empapada de agua de zanja y rebozada de tierra, las azotaba una y otra vez. El portón del fidelero nos sufrió: chapón enorme oxidado abajo, rugía con cada pelotazo, como implorando a don Alberto – el dueño del depósito de fideos- que se levantara y nos corriera. Algunas veces lo intentó, infructuosamente. Éramos tan rápidos para hacer macanas como para escondernos.

Con un cabeceo, mi bisabuela solía despertar de su siesta en la silla; refunfuñaba en dialecto y retomaba por un instante la cura del mal de ojo que operaba en algún pañuelito del “paciente” hasta que, entre lagrimeo, eructos y bostezos, volvía a dormitar.

Quizás, en parte, fue por eso que mi tío propuso un día limpiar el potrero de la esquina, para alejarnos un poco de los estoicos vecinos. Pero también fue, como él mismo me lo contó, para recuperar un espacio que dos generaciones antes había servido de canchita donde incluso se jugaron torneos interbarriales. El olvido y las malezas lo habían invadido, pero la idea prendió y un domingo emprendimos la reconquista.

Aunque suene pomposo, y se haya tratado simplemente de arrancar yuyos y sacar piedras, vidrios y basura, para nosotros - chicos de seis a nueve años- tuvo un sentido de aventura, de hacer cosas “de grandes”. Y nos imbuyó de un nuevo sentimiento: la responsabilidad y el orgullo de cuidar algo que, sentíamos, ahora nos pertenecía. Mi tío también sonrió satisfecho al ver el campito otra vez listo para jugar, quizás porque, en nosotros, había burlado al olvido y vencido al tiempo.

Y el potrero pasó a ser nuestro, y nosotros pasamos a ser suyos. Desde la siesta hasta que se iba el sol. “Me voy al potrero”, me bastaba decir. Y aunque se quejaran por la hora y por los deberes sin hacer y por..., ya sabían que allá estábamos, que nada nos iba a pasar, y que tarde o temprano volveríamos. No viene a cuento abundar en relatos de lo que pasaba en esas cuatro a seis horas de picados. Sí, aclarar que éramos inmensamente felices. Sin darnos cuenta, estábamos pasando los mejores años de nuestras vidas.

Inevitablemente, al promediar la tarde empezaban a asomarse a la esquina madres y abuelas. “¡Miguel, a hacer los deberes!” “¡Nando, a tomar la leche!” Y, casi siempre, por no someternos al cruel: ”¡Andá, Mariquita, igual nos arreglamos sin vos!”, nos quedábamos. Y las llamadas se repetían – cada vez con más urgencia- y también los: “¡Ya voy!”, con que retrasábamos la partida. Es que ellas no entendían que dejar al equipo con uno menos equivalía a traición y a casi segura derrota. En esos picados nos jugábamos la honra personal y la gloria del equipo.

Una tarde alguien tuvo la brillante idea: “¡¿Che, por qué no compramos las camisetas?!” Enseguida organizamos una rifa – de una canasta familiar surtida con productos que ponían nuestros padres- que vendimos, desfachatados, a los mismos vecinos que nos soportaban siesta a siesta.

Sin embargo, al recordar alguna sonrisa condescendiente y el: “Está bien, dame el 32”, se me ocurre ahora que nunca sintieron más que fastidio pasajero por no poder descansar un rato, pero que en el fondo siempre supieron que aquel asfalto o aquel potrero eran pedacitos del paraíso.

Con las camisetas de los Mil Rayitas, adquirimos una noción de trascendencia y buscamos el choque con otros equipos de la zona. Hasta compramos un librito: Instrucciones para jugar al fútbol, ya que hasta entonces habíamos sido salvajes sin reglamento.

Con tristeza, descubrimos que el potrero les quedaba chico a dos equipos de once y ya sólo se usó para los entrenamientos. Para los partidos, no había que ir muy lejos: al Vivero, al parque municipal. Sin embargo, la flamante indumentaria se usó en pocos encuentros. Es que había llegado en vísperas de un cambio.

Un día consiguieron un Telemach, y más tarde un Atari, y nos avisaron que en el club había flippers. Había pasado el tiempo, y algunas formas de entretenimiento más sofisticadas ganaban espacio. Empezamos a repartir el tiempo libre entre lo rutinario – aunque aún divertido- y lo novedoso, que nos encandilaba. Empezamos a cambiar las experiencias vivenciales por otras virtuales. Sin darnos cuenta, fuimos reemplazando las emociones del potrero por las de la pantalla. Creo que en aquel entonces se produjo un quiebre en el espíritu juvenil colectivo. Y con los años se profundizó esa grieta que, me parece, nos separa de cierta forma de libertad.

Hoy en día, los chicos viven una realidad completamente diferente – al menos en las ciudades, y sin olvidar que miles ni siquiera están bien alimentados-: casi sin potreros, con canchas de césped sintético alquiladas, con modernísimas computadoras y juegos electrónicos, promocionados por todos los medios. Los que tienen acceso a ellos, los disfrutan; los que no, anhelan alcanzarlos. Allí parece residir una gran cuota de felicidad infantil.

A modo de reflexión final, me vienen a la mente las preclaras palabras de Alejandro Dolina en su magnífica monografía Apuntes del fútbol en Flores: “En un partido de fútbol caben infinidad de novelescos episodios. Allí reconocemos la fuerza, la velocidad y la destreza del deportista. Pero también el engaño astuto del que amaga una conducta para decidirse por otra. Las sutiles intrigas que preceden al contragolpe. La nobleza y el coraje del que cincha sin renuncios. La lealtad del que socorre a un compañero en dificultades. La traición del que lo abandona. La avaricia de los que no sueltan la pelota. Y en cada jugada, la hidalguía, la soberbia, la inteligencia, la cobardía, la estupidez, la injusticia, la suerte, la burla, la risa o el llanto.”

Estoy convencido de que todos estos elementos estaban presentes en los picados, en grado mínimo, ya que éramos pichones. El potrero era el ámbito donde ocurría la interrelación libre y natural de todas las cualidades que menciona Dolina, y paulatinamente se iba forjando nuestra personalidad. El potrero no era la casa ni la escuela, pero allí vivimos experiencias únicas. Después vino el cambio, el quiebre, y hoy nos enfrentamos a la nueva realidad, y yo personalmente, a un interrogante cuya respuesta sospecho y temo: con la desaparición de los potreros, ¿perdimos tan sólo un espacio físico de recreación, o también un ámbito para el crecimiento del espíritu?


3 comentarios:

buep dijo...

Me encantó, Fer! Espero leer muchas historias más. Un beso, Ceci

Anónimo dijo...

Bravo Fernando ! y Gracias Gloria por pasar el dato.Imperdible . Te conocia por referencia , te fui conociendo de otra forma con el olor al potrero que me hiciste sentir mientras leia . Sos un privilegiado con el don de la palabra .Gracias y todas las Bendiciones ! Elsa D.

Fernando dijo...

Gracias buep y gracias elsa por compartir este escrito y los elogios! No se abusen que me inflan el ego!
Fernando