A la comunidad argentina en “la diáspora”.

A todos aquellos que partieron un día, huyendo de las crisis o en pos de un sueño. A quienes añoran algún rincón de nuestro suelo. A quienes dejaron atrás familiares y amigos. Les entrego este puñado de cuentos con la esperanza de que les sirvan como maná para el espíritu, de que se sientan identificados con algunos de los relatos y de que compartan conmigo sus comentarios y sus propias anécdotas para convertirlas en nuevas historias.

viernes, 23 de marzo de 2007

Trampax

Poco tiempo había transcurrido desde aquel trágico once de septiembre. Y la sociedad estadounidense estaba presa del pánico a causa de los reiterados ataques mediante correspondencia infectada con la bacteria del ántrax en laboratorios clandestinos. Los noticiarios recogían el miedo y lo transmitían al resto del mundo.
Y fue así que también en nuestro país se tomaron mayores medidas de seguridad. Con el antecedente de los dos atentados durante la segunda década infame, y aunque nuestras relaciones carnales con el Imperio ya no eran tan apasionadas ni nuestro alineamiento tan irrestricto, no estaba demás tomar ciertos recaudos.
La televisión argentina reflejó profusamente el drama que se vivía en el país del norte, no sólo a través de los noticieros, sino incluso en programas de entretenimiento. Y es de imaginar el efecto de semejante bombardeo de noticias: incertidumbre, preocupación, angustia en la población, en especial, en tantos adultos mayores que pasan gran parte del día frente a la caja boba.
Fue en esos días que, a la hora del almuerzo, sonó el portero en la casa de mi abuela. La Nonna nunca se llevó bien con la tecnología y, en lo que a este mecanismo eléctrico respecta, siempre se las arregla para no entender a quienes llaman ni para hacerse entender cuando responde.
Ese día lo único que oyó fue: “...del laboratorio.” E inmediatamente el terror la paralizó como a aquellos ciudadanos del norte. Era tal la sugestión que tenía por tanta carta con ántrax que veía en los noticieros y demás programas que al oír al empleado postal creyó en un inminente atentado. Decidida a rechazar a ese emisario fundamentalista, lanzó una descarga de vituperios ininteligibles a través del portero, repitiendo con tozudez: “¡Váyase, váyase! ¡Non queremo´ nada de ningún labboratorio!”
Pero entonces advirtió que el perro ladraba en el patio interno de la planta baja y conjeturó que el terrorista habría tocado también el timbre de mi casa. Y, sin dudar, se precipitó al balcón, mientras se agarraba la cabeza, para intentar advertirnos que no abriéramos la puerta ya que seguramente se trataba de un ataque con “Ántrase”.
Mi padre ya había salido por el pasillo para atender al cartero; el perro los aturdía con su voz de trueno. Pero la Nonna se desgañitaba para imponerse, y por instantes lo lograba: “¡Non sálgano, que es el Ántrase!” A esa altura, mi madre gritaba desde la cocina para acallar a la madre y al perro. Los italianos, en especial del sur, sólo parecen poder comunicarse utilizando un monotono: el alto.
A todo esto, el Nonno, sentado a la mesa, terminaba de comer la fruta. Más bien parco, el polo opuesto de su esposa, siguió con atención los acontecimientos y cuando vio un resquicio en la gritería se acercó al balcón con la misma parsimonia con que había pelado la manzana y le comentó a la Nonna: “¿Oh Tara, no serán los del laboratorio que me traen l´insulina?”
Y de pronto a la Nonna se le corrió el velo y cayó en la cuenta...demasiada televisión; se había dejado llevar; después de todo Estados Unidos estaba muy lejos; era poco probable que Bin Laden nos tuviera en el listado de sus enemigos. Estábamos a salvo de todo, ¡excepto del papelón!
En un vano intento por corregir el rumbo de la situación, la Nonna se apresuró a los tropezones hasta el portero: “¡Señore cartero, espere, espere que ya bajo!” Pero era demasiado tarde: el perro todavía gruñía con los pelos de punta, mi madre resignada y sonrojada había empezado a lavar los platos y mi padre entraba de vuelta con los frasquitos de insulina humana que el laboratorio B. entregaba por una promoción. Ya el cartero se había alejado en su bicicleta para seguir con el reparto, se me hace que, con una sonrisa en los labios, porque entre miles de anécdotas quizás nunca haya imaginado que lo confundirían con un miembro de Al.Qaeda.

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