A la comunidad argentina en “la diáspora”.

A todos aquellos que partieron un día, huyendo de las crisis o en pos de un sueño. A quienes añoran algún rincón de nuestro suelo. A quienes dejaron atrás familiares y amigos. Les entrego este puñado de cuentos con la esperanza de que les sirvan como maná para el espíritu, de que se sientan identificados con algunos de los relatos y de que compartan conmigo sus comentarios y sus propias anécdotas para convertirlas en nuevas historias.

miércoles, 21 de marzo de 2007

Tijeras y barajas

Don Francisco Varano tomó la primera tijera cuando contaba sólo doce años, como aprendiz en una barbería de su pueblo natal. Allí comenzaba el oficio que lo acompañaría durante más de seis décadas en dos continentes. Allí comenzaba a sumar horas de pie, que con los años le traerían varicosas ramificaciones, como raíces que buscaban el suelo.
Dedicaba gran parte del día a aprender y a ganar magras liras que para él eran toda una fortuna. Por las noches, las gastaba en vino, tabaco y juegos de barajas con los amigos en una taberna. Pues, así como había salido a buscar el sustento desde niño, también había descubierto precozmente algunos placeres terrenales típicos entre los varones pueblerinos...
Años más tarde, cuando le tocó el servicio militar en la posguerra temprana de su país devastado, don Francisco ya era un eximio fígaro. Y no tardó en ser reconocido en el casino de oficiales de aquel regimiento de Florencia, donde se le asignó una sala para que atendiera a la superioridad.
Por su carácter afable y jovial, estrechó lazos de camaradería con conscriptos y superiores por igual. Con los primeros, no dejaban pasar la oportunidad de gastarse pesadas bromas cuarteleras, además de organizar furtivos torneos de brisca por tabaco y aguardiente. De los últimos, obtuvo licencias, entradas de cine y teatro, cigarrillos. Y sobre todo un ofrecimiento para seguir trabajando con una alta remuneración no bien le otorgaran la baja. Pero, agradecido, don Francisco lo declinó, porque su corazón tenía prenda, que le aguardaba en el extremo sur de la bota para desposarse...
Pocos meses después de nacer su primera hija, el matrimonio emigró. No porque la situación económica los asfixiara – la dote de la ahora esposa, hija de un terrateniente, les garantizaba un buen pasar. Sino porque el padre de don Francisco, Domingo Varano, reclamaba desde las pampas argentinas la presencia de su mujer. Había salido de su tierra escapando del fascismo y se había asentado en Chiclana, un rancherío cercano a Pehuajó. El fígaro recibió no sólo la presión de su madre para que la acompañaran, sino que fue tentado por el padre, que le prometió lo esperaba una peluquería instalada y funcionando.
Fue grande la desazón de don Francisco al comprobar el engaño. Muchos de los que vinieron a nuestras latitudes pensaban que “fare l´America” equivalía a llenarse de dinero con facilidad; y se chasquearon al encontrar vastas extensiones de campo y casi todo por hacer.
La peluquería constaba de una silla y un trozo de vidrio colgado de la pared en una pulpería donde rústicos gauchos pasaban ociosos bebiendo y jugando a las barajas después de la faena diaria. En esencia no eran distintos de los curtidos pescadores de su pueblo. Mas no conocía las costumbres, ni entendía el idioma, ni siquiera los juegos... Por un momento temió que sus tijeras quedarían arrumbadas en el baúl y terminarían por oxidarse en aquel paraje inhóspito.
Pero a pesar de las limitaciones, de a poco don Francisco rompió el aislamiento, chapurreando algunas palabras en criollo y sobre todo imponiendo su personalidad entradora. El puchero nunca faltó en la mesa...
Pasaron varios meses de esa dura vida en la campaña, llena de sinsabores y con contadas alegrías – el nacimiento de su hijo varón –, hasta que le avisaron de un conventillo en Lanús, con itálico inquilinato. Sin hesitar, la familia desanduvo las pampas para instalarse al sur y cerca de la metrópolis.
Cosa paradojal por el hacinamiento, con la mudanza la dicha les sonrió tenuemente a los Varano, en medio de decenas de inmigrantes gritones y gesticuladores que compartían sus mismas penurias y alimentaban la misma nostalgia.
Pronto conquistó don Francisco una numerosa clientela, que atendía diligente ya sea a domicilio, recorriendo las calles en bicicleta, o bien en el patio del conventillo, que también era lugar de encuentro familiar en grandes comilonas, bailes de carnaval y partidas de barajas. ¡Allí sí don Francisco se movía como pez en el agua! Trabajaba, mantenía a los suyos y se divertía entre paisanos.
Para mejor, en poco tiempo se divulgó la fama de sus tijeras y lo contrataron como oficial de la Santa Rosa, uno de los más importantes salones para hombres de la zona. Entonces todo se simplificó, ya que sólo las propinas equiparaban sus ingresos anteriores. Pudo ahorrar. Y comprar unos terrenos y anotarse en un plan de viviendas en Lomas de Zamora.
Y cuando creyó llegado el momento, abrió la primera peluquería propia en cercanías del parque municipal lomense. Y como pionero, a tijeretazos se abrió camino en una exitosa empresa. A fines de los cincuenta les adjudicaron la casa.
La carrera ascendente de don Francisco lo llevó a tomar oficiales y pasar gran parte del día en el negocio. Con el tiempo se convertiría en una institución del barrio, con su especialidad: el corte a la media americana, que realizara a más de tres generaciones.
Su tiempo libre lo repartía entre la huerta y el club La Paz, donde se juntaban varios vecinos a jugar a las barajas. Para ese entonces, don Francisco dominaba todo juego con tanta maestría como sus tijeras...
Los años transcurrieron, la media americana pasó de moda, la clientela del fígaro fue limitándose a aquellos “chapados a la antigua”. Siempre rehusó tomar cursos de estilismo moderno, por considerarlos mariconerías. Se conformó con un público cada vez más selecto y reducido, que por lo general peinaba canas, o no tenía qué peinar.
Y se aferró a sus pasatiempos: las hortalizas que cultivaba con esmero, y las barajas – en el club se jugaba por monedas que, cuando la fortuna le hacía un guiño, canjeaba por alguna botella de vino o alfajores para nosotros los nietos.
Más aún, en tardes de mateadas y tangos intentó transmitirnos sus conocimientos. Y hasta cierto punto lo logró, pero sobre todo pudo compartir momentos que las ocupaciones y distracciones de antaño les habían negado a los hijos...
Ya anciano, don Francisco pasaba horas en la vereda, en una silla junto a la entrada del negocio, aguardando a los escasos clientes que se mantenían leales. No se trataba tan sólo de una cuestión de estilos; los temores que lo acecharan allá en Chiclana le pesaban con el peso demoledor de la vejez. No se oxidaban sus tijeras, pero le faltaban la vista y el pulso. La estrella había dejado de brillar y una enfermedad de años se cobraba excesos de juventud.
Hasta que un día tomó la drástica decisión de cerrar.
Viajó a su pueblo de pescadores y tuvo un feliz reencuentro con familiares y algunos amigos. Muchos ya no estaban.
De regreso, se incrementaron la dieta odiosa, las caminatas por el parque, que don Francisco aprovechaba en época de moras para transgredir la prohibición prescrita por uno de los tantos médicos que visitaba. También se incrementaron las partidas de barajas, no tanto en el club al notar con tristeza que comenzaba a dar ventajas, sino en casa con nosotros sus descendientes, a quienes despedazaba por más lagunas mentales que lo atormentaran.
Se fue apagando lentamente el sonido de las tijeras que durante lustros recortaran el aire en varios rincones de dos continentes. Se fue apagando lentamente don Francisco hasta que un invierno no muy lejano se nos adelantó en la partida...
Ojalá que haya ganado el cielo. Y quiera Dios que allá también se corten el pelo, como para que a las herramientas del fígaro no les gane la herrumbre. Ojalá, además, encuentre algún barcito o un club donde se juegue por monedas. Y que como maestro de la baraja pueda guardar algunos Jorgito para cuando nos encontremos.

2 comentarios:

buep dijo...

Fernando, esta vez me haz emocionado mucho.

Quise dejarte el mensaje ayer y creí haberlo hecho, pero no lo veo. Evidentemente me lo borró el programa...

Con Francisco recordé a mi abo, que no era peluquero como el tuyo, ni había nacido en Italia, sino en las pampas, pero como siempre repito, casi de casualidad. Inmigrantes que han dado todo en esta nueva tierra, aunque más de una vez se sintieran un poco fuera de casa.

Un abrazo, Ceci

Fernando dijo...

Gracias por estar firme con tus comentarios! La identificación del lector es una linda satisfacción.
Y pensar que desde hace años nosotros estamos desperdigando "franciscos" por el mundo!
Fernando